Cuando leemos la pasión en los cuatro evangelios, podemos ver que hay ligeras variaciones sobre las personas presentes en la crucifixión y sepultura de Jesús. Curiosamente, de todos los seguidores de Jesús que se mencionan en los evangelios, hay dos personas que siempre están presentes en los cuatro relatos: María Magdalena y José de Arimatea (quizás tres con María la madre de Santiago y José, ver Mateo 27,55-28,1; Marcos 15,40-16,8; Lucas 23,49-24,12; Juan 19:25-20:1). Este año el Domingo de Ramos y el Viernes Santo leemos según Mateo y Juan que José de Arimatea, fue a Pilato, y pidió el cuerpo de Jesús, de quien José era discípulo. Luego enterró a Jesús en una tumba excavada en la roca (Mateo 27,57-61; Juan 19,38-42). Al asegurarse de que el cuerpo de Jesús fuera debidamente enterrado después de la crucifixión, José de Arimatea se convierte en un personaje clave en la narración de la pasión. Marcos y Lucas agregan más información sobre José, señalando que era miembro del Sanedrín (Marcos 15,42-47), que era un hombre justo y que José mismo bajó a Jesús de la cruz (Lucas 23,50-56).
La petición de José de enterrar a un hombre crucificado y el consecuente visto bueno de Pilato son, si no problemáticos, elementos sorprendentes tanto desde el punto de vista narrativo como histórico. En cuanto a la historicidad, se ha señalado que la vergüenza de la crucifixión romana incluía la negación de un entierro digno. Los romanos preferían que los cadáveres se descompusieran en las cruces (Esta información se puede encontrar en cualquier comentario moderno sobre los Evangelios, siendo mi favorito el escrito por Craig S. Keener sobre el Evangelio de Juan en 2003). Desde un punto de vista judío, la petición de enterrar a Jesús es razonable, dado el mandato de Deuteronomio 21,22-23 de que ningún cadáver debe pasar la noche sin ser enterrado por el riesgo de profanar la nación.
Además, la repentina intervención de José de Arimatea y su rápida desaparición de la narración, hace notable este personaje. Un hombre que no ha sido mencionado antes en absoluto toma el lugar central para enterrar a Jesús y asegurar que la profecía de la resurrección pueda tener lugar. No es Pedro, ni Juan, ni ningún otro discípulo quien asume esta parte esencial de la pasión de Jesús. Los cuatro evangelios mencionan a José y en los cuatro aparece inesperadamente para cumplir con este importante deber. Y después del entierro, nunca se vuelve a mencionar a José de Arimatea.
Las acciones de José de Arimatea me hicieron pensar en otro José que después de cumplir una parte importante en la vida de Jesús desaparece y nunca más es mencionado en los evangelios: José de Nazaret. Al igual que el hombre de Arimatea, José de Nazaret está allí para ayudar a realizar las profecías de que Jesús será llamado Hijo de David (Lucas 1,32), que el Mesías nacerá en Belén (Lucas 2,4-5; Mateo 2,5-6), y que de Egipto fue llamado (Mateo 2,14-15). José de Nazaret se casó con una mujer embarazada antes de vivir juntos, pero ya legalmente comprometidos y así desafió una ley que exige denunciar públicamente a María (ver Lev 20,10; Deut 24,1). Sin embargo, después de jugar este papel fundamental en la vida de Jesús, no leemos más sobre él en los evangelios.
Tanto José de Nazaret como el hombre de Arimatea van y vienen en un momento crucial de la vida de Jesús; justo cuando Jesús más los necesitaba. Había un José para colocar a Jesús en el pesebre y un José para colocarlo en la tumba. Ambos, el carpintero y el miembro del Sanedrín actúan contra viento y marea para asegurar episodios críticos en la vida de Jesús. Esta idea se vuelve aún más atractiva resaltando la etimología y la raíz hebrea del nombre José: Que Dios añada, o que Dios dé/aumente. No puedo dejar de ver el nombre de José operando en relación con lo que ambos hombres de Nazaret y Arimatea hicieron por Jesús. En los momentos en que Jesús era más vulnerable, el nacimiento y la muerte, Dios añadió y proveyó a estos dos hombres para que fueran apoyo de Jesús. Estos detalles crean un "patrón literario José" en los evangelios canónicos donde ambos son llamados justos y realizan actos verdaderamente virtuosos para el más vulnerable en ese momento.
Las preguntas para reflexionar son ¿cómo podemos ser como estos Josés para otras personas? ¿Estamos dispuestos a estar ahí para los más vulnerables para ayudarlos, nutrirlos y proveer para ellos? ¿Estamos dispuestos a ser Josés que no necesitan estar todo el tiempo en el centro de las historias de las personas para ayudarlas en silencio?
El martes pasado dirigí una reflexión sobre el papel de Judas, María Magdalena y Pedro en la narrativa de la pasión para la Comunidad Católica en Racine Central. Hablamos del significado del lavatorio de pies que hemos ritualizado para la liturgia del Jueves Santo. Utilizando Lectio Divina y con la ayuda de algunos datos de antropología bíblica, reflexionamos primero sobre la persona de Judas. Empezamos la discusión preguntándonos, ¿has pensado alguna vez en Jesús lavando los pies de Judas? Cada Jueves Santo leemos el relato del lavatorio de pies del evangelio de Juan 13:1-15. Al comienzo de la narración, leemos que Judas está presente, decidido a entregar a Jesús a las autoridades religiosas. Es después del lavatorio de los pies y después de recibir el pan de Jesús que Judas sale de la habitación (Juan 13:30). Esto significa que Jesús lavó los pies de Judas y compartió pan con él. Según el evangelio de Juan, Jesús sabía que Judas lo traicionaría. Esto hace que la imagen de Jesús lavando los pies de Judas sea aún más llamativa.
Para muchos de nosotros, Judas es solo el traidor. Si nos quedamos con la narrativa de la pasión, especialmente del evangelio de Juan, Judas es un ladrón (Juan 12:6) y alguien inducido por el diablo e incluso poseído por Satanás (Juan 13:2; 13:27). Igualmente famosos son el beso de Judas que se encuentra en los tres evangelios sinópticos (Marcos 14:45; Mateo 26:49; Lucas 22:47), y las treinta monedas de plata que aceptó para traicionar a Jesús (Mateo 26:15). Mateo y Lucas difieren en cómo murió, pero la versión de Mateo (27:5) de Judas quitándose la vida es la más popular. Les sugiero que lea también la versión de Lucas (Hechos 1:18).
Solo podemos imaginar cómo se sintió Jesús lavando los pies de alguien que lo traicionaría. Pero Judas ciertamente fue más que eso. Sus pies no eran sólo los pies de un traidor, sino los pies de alguien que traía buenas noticias. Judas fue comisionado por Jesús con los demás discípulos para proclamar el evangelio (Mc 6, 7-11; Cf Mt 10, 1; Lc 9, 1-5). ¡Judas incluso recibió poder para curar enfermedades y él con los otros discípulos informaron cuán exitosos fueron! (Marcos 6:12-13, 30-31). Para algunas personas él no era el traidor, sino Judas el Sanador, o Judas el Apóstol, Judas el instrumento de la gracia y el amor de Dios. Sus pies no solo recorrieron el camino de la traición sino el camino de la misión exitosa de cuidar a los pobres y enfermos. Los pies de Judas trajeron buenas noticias y salud a la vida de otros, y creo que eso es algo que Jesús no olvidó mientras los lavaba. Soy consciente de que esta es un área de especulación, pero vale la pena orar y pensar en la imagen de Jesús lavando los pies de sus discípulos.
Bruce Malina en su Social-Science Commentary on the Gospel of John (1998, 223) dice que la antropología mediterránea tradicional entiende la experiencia humana dentro de tres zonas de interacción: ojos-corazón, boca-oídos, manos-pies. El último par representa nuestras acciones, desempeño y quehacer. Malina dice que cuando Jesús lava los pies de los discípulos, está limpiando, es decir, perdonando, sus malas acciones, incluso las futuras. Esta idea tiene sentido, ya que el comienzo de la escena del lavatorio de los pies en Juan comienza afirmando que Jesús amó a los suyos hasta el extremo, hasta el fin (Juan 13:1). Me gusta pensar que los pies de Judas le recuerdan a Jesús cómo llevaron buenas noticias y caminaron por caminos polvorientos para traer esperanza a la vida de los demás. Me gustaría terminar con una cita del libro de Isaías mientras pensamos en los pies de Judas: “qué hermosos sobre los montes son los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas noticias, que anuncia salvación” (Isaías 52:7).
¡La Epifanía! Esta palabra que no aparece en la Biblia, pero se ha utilizado para describir la manifestación de Jesús como Mesías y Dios a las naciones. No hay un significado secreto ni un mensaje complicado en el Evangelio de hoy. Los Reyes Magos, personas que no eran judíos, vinieron de un país extranjero para rendir homenaje a Jesús, un Rey recién nacido. Para los magos, Jesús es un Rey, un Mesías, un Salvador y un Dios. Realmente no importaba que no fueran judíos.
¿No les parece interesante que Herodes y toda Jerusalén, que estaban tan cerca de Belén, no pudieran ver la estrella? Y aún más interesante es pensar que incluso después de que los magos se lo dijeran, Herodes y la gente no pudieron ver la estrella. “Ve a buscar al bebé y luego cuéntamelo”. En esta historia, solo los magos pueden ver la estrella.
Para entender esto, necesitamos saber que, en el Evangelio de Mateo, Jerusalén no es solo un lugar geográfico. También es un estado mental, una actitud. Estar en Jerusalén es pertenecer a una mentalidad nacionalista cerrada, exclusiva, rígida. En el Evangelio de Mateo, Jerusalén es el centro del judaísmo nacional. Aquellos que creían que Yahvé era su Dios y que la salvación era solo de ellos, estaban en Jerusalén. Y estas personas no aceptaron que la luz de Dios pudiese brillar mucho más allá de su ciudad y su propia gente. Monopolizaban la gracia de Dios. Sin embargo, como vemos en el Evangelio, la estrella brilló para los gentiles. y los primeros adoradores de Jesús fueron lo que los judíos rígidos llamaron impuros, paganos o simplemente extranjeros.
Este escrito de Mateo podría haber creado un poco de incomodidad para algunas personas. Pero la comunidad para la que Mateo escribió su Evangelio era una iglesia mixta, compuesta por judíos y gentiles. De ahí el valor de esta historia, para él.
Siempre que tratamos de ser exclusivos y concebimos la Iglesia como un club donde solo las personas elegidas pueden entrar y recibir la gracia de Dios, nos cegamos a las maravillas y a la luz que Dios comparte sobre otros que quizás nunca sean parte de la Iglesia. La Iglesia católica, para ser fiel a su fundador, como muchos dicen que es Jesús, siempre debe ser inclusiva. Nosotros, que compartimos el cuerpo de Cristo, tenemos la responsabilidad de extender esa gracia y amor a todos, sin importar quién sea esa persona. Por eso hoy celebramos la revelación de nuestro Dios como un Dios que es para todos, como un Dios que ama a todos, como un Dios que acoge a todos. La historia de los Magos nos enseña que los signos de Dios se vuelven invisibles para aquellos que excluyen a otros, para quienes tratan de monopolizar su gracia.
Este fin de semana celebramos a Cristo Rey y con esta solemnidad llegamos al final de nuestro año litúrgico. Siempre me he preguntado sobre el significado de esta celebración a la luz de un pasaje de Juan 6, 15: “Cuando Jesús se dio cuenta de que iban a venir y tomarlo por la fuerza para hacerlo rey, se retiró de nuevo al monte él solo". En este pasaje, después de alimentar a cinco mil personas (Juan 6, 1-14), Jesús se resiste a ser visto como un rey. ¿Por qué? ¿Quizás no era el momento adecuado para hacerse rey? ¿O podría ser debido a la motivación detrás de la multitud para convertirlo en rey? Creo que se debe a la motivación de la multitud. ¡¿Quién no quiere un rey que puede multiplicar el pan?! Jesús, por supuesto, está dispuesto a alimentar a los hambrientos, pero si Jesús siempre hace el milagro, podríamos olvidar que, a través de la generosidad, renunciando a nuestros propios intereses, también podemos alimentar a los hambrientos. Es más fácil tener un rey que resuelva nuestros problemas. Es más difícil trabajar en esos problemas nosotros mismos, especialmente cuando debemos renunciar a nuestros propios bienes y esfuerzos.
También creo que Jesús se mostró reacio a ser visto como rey debido a las connotaciones políticas y elitistas que lo acompañan. Un rey es sociológicamente un miembro superior en la sociedad. Esta idea contrasta fuertemente con un Dios que se convirtió en uno de nosotros y adoptó nuestra humilde naturaleza humana.
De hecho, la Biblia hebrea refuta cualquier actitud elitista que pueda haber como rey de Israel. El libro de Deuteronomio no solo contiene la única ley impuesta a los reyes en esos tiempos, sino que también establece que ningún rey de Israel debe "exaltarse a sí mismo por encima de los demás miembros de la comunidad" (Deut 17, 20). Además, la idea de que Jesús sea un rey, separado de nosotros, es menos desafiante que verlo como igual a nosotros, alguien a quien seguir e imitar. No dudo que el título de rey sea apropiado para Jesús, ya que él es nuestro Dios, el único que debe ser alabado. Solo espero que la idea de su realeza no nos quite la responsabilidad que tenemos de imitarlo en su humanidad y no nos haga espectadores pasivos que solo piden favores. Su realeza es propia de los elogios que se le deben, no para considerarlo un monarca inalcanzable, cuyo único trabajo es otorgar favores a su pueblo.
Uno de los mayores mitos modernos es el del hombre que se hace a sí mismo. Desde el día en que nacemos, se nos dice que podemos hacer cualquier cosa y convertirnos en quien queramos por nuestro propio esfuerzo. Si vas a una librería (o en línea) hay toda una sección de libros dedicada a la superación personal. Títulos como “Siete Hábitos de Personas Exitosas” o “Domina tu Mente” están en todas partes hoy en día. Sin embargo, aunque quizás tengan buenas intenciones, estos conceptos son engañosos, ya que nadie puede crecer por sí mismo. La madurez y el desarrollo personal se consiguen mediante nuestra interacción con los demás, aunque sea de forma pasiva. La influencia de otras personas en nuestras vidas siempre es un factor que determina quiénes somos ahora y quiénes seremos en el futuro. Esto no socava el poder de la determinación y la autonomía que podemos tener para tomar nuestras propias decisiones, pero es arrogante pensar que nos "hacemos" nosotros mismos sólo por nuestras propias elecciones y que la interacción con los demás no cuenta.
Esto me hizo pensar en Pedro y Pablo, cuya fiesta celebramos hoy. Si alguna vez has estado en Roma en la Basílica de San Pedro, o si has visto una imagen de la fachada, verás las estatuas de Pedro y Pablo justo en la entrada. Son imágenes muy majestuosas, que aíslan a estos personajes de una rica historia de conversión que involucró a otras personas. Por mucho que Pedro y Pablo sean los pilares de nuestra Iglesia, ellos también pasaron por un proceso de cambio en el que otras personas influyeron directamente en su vocación. Dos claros ejemplos son Cornelio y Ananías. Su influencia sobre Pedro y Pablo nos recuerda que incluso para aquellos que se convierten en el fundamento de la Iglesia, se necesitaba la ayuda de otros.
Ambas historias, sobre la conversión de Pedro y Pablo, se encuentran en los capítulos nueve y diez de Hechos, y son notablemente paralelas. En el capítulo nueve encontramos la historia de la conversión de Pablo, con la que la mayoría de nosotros estamos familiarizados. Pablo, todavía llamado Saulo, se dirige a Damasco cuando tiene su encuentro con Jesús. Después de esto, pierde la vista y durante tres días espera en Damasco en la casa de un hombre llamado Judas. Mientras tanto, Ananías, a quien llaman discípulo, tiene una visión en la que el Señor le pide que vaya a buscar a Saulo. Ananías se muestra reacio porque sabe quién es Saulo. Pero el Señor insiste diciendo que Saulo ha sido destinado a convertirse en un instrumento para llevar el nombre de Jesús a los gentiles (Hechos 9, 10-16). Ananías va, impone las manos en Saulo y éste recupera la vista. Después, Pablo predicará que Jesús es el hijo de Dios.
Al final del capítulo nueve, que está dedicado principalmente a la conversión de Pablo, hay una introducción a Pedro, que lo ubica en Jafa en la casa de un hombre llamado Simón que es curtidor. (Hechos 9, 43). Este es un lugar curioso para que Pedro se quede, ya que un curtidor debería haber sido visto como una persona impura con respecto a las leyes de pureza judías. Un curtidor manipulaba constantemente cadáveres y pieles de animales muertos. Pero Lucas, el autor de Hechos, quiere que nos preparemos para lo que viene, poniendo a Pedro en relación con alguien que comparte su nombre judío pero que es visto como impuro. El siguiente capítulo nos presenta a Cornelio como un centurión romano devoto y que temía a Dios con toda su casa y que vivía en Cesarea. Un día, a las tres de la tarde, Cornelio tiene una visión en la que el Señor reafirma la devoción de Cornelio y le pide que busque a Simón Pedro que se aloja en la casa de Simón. Esto suena muy parecido a lo que le sucedió a Ananías en el capítulo nueve.
A continuación, Pedro tiene una visión en el techo de la casa donde se aloja. En la visión, Pedro ve los cielos abiertos y una gran sábana bajando al suelo por sus cuatro esquinas (Hechos 10, 11). La sábana contenía todo tipo de criaturas cuadrúpedas, reptiles y pájaros. Pedro ve tres veces bajar la sábana y una voz que le dice: "Levántate, Pedro, mata y come". Pero tres veces Pedro niega la oferta porque no debe comer nada impuro; pero la voz también responde tres veces: "Lo que Dios declara limpio, no lo llames profano". Pedro no sabe qué hacer con su visión, hasta el día siguiente, cuando llega a la casa de Cornelio y se da cuenta de que aunque era ilegal que judíos y gentiles se asociaran, no debería llamar profano o impuro a nadie. Después de esto, Pedro predica en la casa de Cornelio que Dios no muestra preferencia entre personas. Mientras hace esto, el Espíritu Santo desciende sobre todos los que están allí, en lo que parece un segundo Pentecostés, ya que los gentiles también comienzan a hablar en lenguas tal como lo hicieron los discípulos al comienzo del libro de los Hechos (uno puede commparar Hechos 2, 1- 4 y 10, 44-46ª, y ver las semejanzas).
Podemos ver elementos similares y sorprendentes en estas historias. Tanto Pedro como Pablo tienen visiones y se quedan como invitados en la casa de una persona cuyo nombre / profesión es importante para su experiencia de conversión. Además, para ambos hombres la misión a los gentiles está ligada a su experiencia de conversión. Pero el paralelo más interesante es la intervención de Cornelio y Ananías. Cuando Dios llama a Cornelio y Ananías, se les llama por su propio nombre y tienen una instrucción específica. Ambos son cruciales para ayudar a Pedro y Pablo a comprender que Dios no muestra parcialidad. Podemos considerar a Pedro y Pablo como los discípulos que están en la base de nuestra Iglesia, pero tenemos que reconocer que no llegaron a ese punto por sí mismos. Cornelio y Ananías, a través de la intervención de Dios, fueron fundamentales para que tanto Pedro como Pablo pudieran entender la misión que Dios les dio.
La experiencia de la conversión y crecimiento personal no es un asunto meramente personal; todos necesitamos personas como Cornelio y Ananías que nos ayuden a ver y crecer. Estos dos hombres son enviados por Dios para ayudar a cumplir la misión que desde el principio les fue encomendada a los apóstoles de anunciar el Evangelio a todos. Incluso Pedro y Pablo, los dos pilares de la Iglesia que celebramos hoy, requirieron la ayuda de otros para convertirse en mejores discípulos.
Reflexión sobre Viernes Santo
Cada Viernes Santo nos encontramos con la Pasión de Jesús según el evangelio de Juan. En el relato, cuando Jesús está a punto de ser condenado, Pilato pregunta a la multitud: «¿Acaso quieren que crucifique a su rey?» Es sorprendente leer que la respuesta no viene de la multitud, sino de los sumos sacerdotes: «No tenemos más rey que el César» (Juan 19, 15). Esta respuesta es, según mi opinión, una de las ironías más grandes que nos ofrece el evangelio de Juan. El motivo de mi conjetura está en la manera en que Israel concebía la idea de reino, especialmente en el tiempo de Jesús.
Aunque estamos acostumbrados a escuchar títulos como Mesías e Hijo de David conectados con Jesús de manera positiva, la institución de la monarquía no fue siempre bien recibida en el judaísmo ni en las Escrituras hebreas. Israel no estaba destinado a tener un rey, como las demás naciones a su alrededor. Dios mismo advierte sobre el peligro de la institución monárquica a través de su profeta Samuel (1 Samuel 8, 10-22). Pero el pueblo de Israel quiso parecerse a las demás naciones, e insistieron en que querían un rey. Dios les concede la petición y con Saúl empieza una cadena de reyes poco exitosos. Tuvieron problemas con David y Salomón, quienes según los libros de los Reyes violaron la única ley que los reyes de Israel tenían que cumplir (Deuteronomio 17:14-20; 1 Reyes 10-11). La institución de la monarquía fue tal fracaso que Israel terminó dividida y en el exilio.
Después del exilio de Babilonia, cuando al pueblo de Israel se le permitió regresar a Palestina, por intervención divina, la monarquía se empezó a ver de otra manera. Solo Dios podía ser el rey verdadero de Israel. El pueblo no debió poner nunca su confianza en príncipes humanos, sino solo en Dios (Salmo 146, 3). Esta reflexión se ve muy clara en el libro de los salmos. Si nos damos cuenta de cómo están organizados los salmos, veremos que los primeros tres libros (Salmos 1-89) cuentan la elección y el fracaso de la monarquía, que termina con el rechazo de Dios hacia David (Salmo 89, 39-46). En el resto de la colección, especialmente en los salmos 90-96, encontramos la confesión de que Dios es rey, dejando atrás cualquier deseo por un rey humano. Esta idea se consolidó como resultado de una reflexión sobre la monarquía fallida. El deseo de reestablecer el linaje Davídico quedó vivo en algunos pequeños círculos judíos, lo vemos en los evangelios, por ejemplo cuando a Jesús se le llama hijo de David. Pero incluso Jesús ve el peligro de alimentar la idea de una nueva monarquía terrenal (Juan 6, 15).
Volviendo al diálogo entre Pilato y la multitud, nos damos cuenta de la ironía cuando los sumos sacerdotes, que supuestamente rezaban día y noche con los salmos, proclaman rey único al César. ¿Por qué lo hacen? Porque con tal de deshacerse de Jesús están dispuestos a traicionar su propia fe en Dios como el único rey de Israel. “No tenemos más rey que el César” es la culminación de su plan para que los romanos crucifiquen a Jesús. Han escogido ir en contra de su propia fe, e incluso aliarse con su opresor, para condenar a Jesús, quien había desafiado su posición social y autoridad religiosa (Juan 11, 48). Tenían miedo, y tanto era su temor de perder el templo, que traicionaron su propia religión para poder mantener el status quo. Esta ironía no es nueva en la Biblia, también la encontramos en la historia del Éxodo. El pueblo de Israel, después de ser liberado de la esclavitud de Egipto, añora la comida que allá tenía, aun siendo esclavo, y en el desierto rechaza la libertad a la cual Moisés les había conducido (Éxodo 16, 3).
Este Viernes Santo es un buen momento para reflexionar sobre cómo nuestros miedos nos pueden apartar de Dios mientras nos aferramos a falsos reyes para sentirnos seguros y protegidos. Para los sumos sacerdotes, en la narrativa de la pasión de Juan, el César se convirtió en una falsa seguridad, ya que ellos rechazaron el mensaje de libertad de Jesús y se aferraron a un templo y un sistema que ya conocían, aun siendo oprimidos. Para el pueblo de Israel en el desierto, Egipto se convirtió en una falsa seguridad que ofrecía comida a cambio de esclavitud. De igual manera nosotros nos sentimos seguros dentro de nuestros sistemas políticos y económicos, dentro de instituciones e ideologías. El miedo a cambiarlos nos puede hacer perder de vista nuestra misión de proclamar el evangelio, y terminar llamando rey a un líder político o a una institución terrenal. Que el miedo nunca nos coarte la capacidad de ser generosos, y que nunca nos lleve a traicionar el evangelio de Jesús. La cruz que celebramos hoy es lo opuesto a una vida plagada de miedos.
El título de este escrito es una pregunta que no solo María Magdalena, que fue a ungir el cuerpo de Jesús el domingo por la mañana, se hizo a sí misma (Jn 20,1-9), sino que también muchos tenemos en mente en este momento. Cuando en las parroquias en muchas diócesis de todo el mundo se suspendió la celebración pública de la misa, muchas personas se preguntaron qué haremos ahora si no podemos recibir la comunión. Y después de celebrar la misa con una iglesia vacía, algunos de mis amigos sacerdotes explicaron cómo fue, realmente, una experiencia indescriptible. La situación actual de la Iglesia en tiempos del COVID-19 está afectando a todos en nuestras parroquias. Sin misas abiertas al público, tanto los sacerdotes como los laicos están batallando por encontrar formas alternativas para continuar alimentando la fe. Sin duda, las medidas tomadas han afectado seriamente las necesidades espirituales de numerosas personas. Pero si durante la pandemia solo te preocupa cómo lidiar con la cuarentena sin la Eucaristía y con las iglesias vacías, considérate afortunado. La cuarentena está haciendo que muchas personas se pregunten no solo cómo satisfacer sus necesidades sacramentales, sino también qué van a hacer sin pan y con el estómago vacío. Familias enteras que dependían de su trabajo diario para sobrevivir ahora viven en gran necesidad porque no pueden salir a trabajar. Mi intención no es crear una dicotomía entre las necesidades sacramentales y físicas. Ambas son esenciales para las personas de fe. Pero la situación actual y las lecturas del domingo de Pascua me han hecho reflexionar sobre cómo la ausencia del cuerpo descrito en la narración de la resurrección puede tener un significado especial, particularmente para aquellos que ahora sufren hambre debido a la pandemia.
Cuando todo comenzó, vi muchas formas creativas en las que los sacerdotes y el personal de las parroquias se comunicaban con los feligreses. Las redes sociales y los servicios “streaming” se volvieron útiles para garantizar que los feligreses se sintieran conectados con las celebraciones y que se estaba cuidando su vida espiritual. También he visto muchos esfuerzos de grupos religiosos y no religiosos para asegurar que las personas no pasen hambre durante la pandemia. Algunos feligreses y sacerdotes que yo conozco personalmente se han organizado para entregar bolsas de comida para aquellos cuyos ingresos diarios se han visto afectados por la pandemia. Pero incluso después de COVID-19 habrá personas que se hacen esta pregunta todos los días: ¿qué voy a hacer sin pan y con el estómago vacío? Creo que esta situación presente ha demostrado que podemos estar listos para actuar y ayudar a proveer. La Iglesia ha demostrado que durante la pandemia puede encontrar nuevas formas de satisfacer tanto las necesidades espirituales como físicas de los desprovistos.
Después de la crucifixión, cuando ella vio que no había cuerpo sino una tumba vacía, María Magdalena corrió hacia Pedro y el otro discípulo pensando lo peor: el cuerpo se ha ido para siempre y nunca lo encontrarán. Una deducción razonable cuando se ha visto la muerte de aquel que tanto amaba y toda la esperanza se ha ido. Se nos invita, durante este tiempo, a mantener la esperanza y seguir creyendo que después de la pandemia recibiremos otra vez el Cuerpo de Cristo. La reacción de María Magdalena es la reacción de alguien que anhela ver a Jesús nuevamente; una reacción que muchos de nosotros también podemos tener ahora, en un momento de hambre espiritual. Mientras algunos de nosotros compartimos con ella nuestra hambre por el Señor, no olvidemos mientras lo esperamos con esperanza, satisfacer el hambre de aquellos que carecen de pan ahora debido a COVID-19. No olvidemos nunca que “las alegrías y las esperanzas, las penas y las ansiedades de las personas de esta edad, especialmente aquellos que son pobres o de alguna manera afligidos, son las alegrías y las esperanzas, las penas y ansiedades de los seguidores de Cristo" (GS1).
Es Navidad, y yo he tenido el privilegio de disfrutar de este dichoso tiempo en la parroquia de La Sagrada Familia en Sabana Yegua, República Dominicana, junto con mi familia de la Comunidad de San Pablo que vive y trabaja aquí. Llegué justo al comienzo de Adviento, cuando se nos invitaba a prepararnos para celebrar el nacimiento de Jesús. Parte de esta preparación incluye limpiar y decorar la parroquia, de manera que evoqué la naturaleza anticipatoria del tiempo antes de Navidad. Y, como es de esperar, parte de esta decoración implica hacer el pesebre, para el cual se ha construido una gran caseta de madera frente a la iglesia parroquial. Dentro se pueden encontrar los personajes habituales: José, María, el burro, el buey, los pastores, los reyes, la estrella y el ángel; y, por supuesto, el niño Jesús, quien permanece escondido hasta la medianoche del 24.
El pesebre es en realidad la mezcla de los dos relatos de navidad que tenemos en los evangelios de Mateo y Lucas. Y sí, tenemos dos relatos, distintos, sobre el nacimiento de Jesús, que usamos como si fueran uno. Los pastores solo están en el relato de Lucas, y los reyes en el de Mateo. La estrella guía a los reyes en Mateo, mientras que en el de Lucas es un ángel quien anuncia el nacimiento a los pastores guiándolos hasta el pesebre. Pero cuando montamos nuestros pesebres, mezclamos ambos relatos para reconstruir la imagen familiar, que hemos conocido desde niños, incluyendo esa oveja que siempre cojea y que nos pasamos todo el tiempo de Navidad tratando de poner de pie.
Después de contemplar nuestro pesebre en Sabana Yegua, me pregunté sobre la necesidad de tener dos relatos distintos sobre el nacimiento de Jesús.
Mateo y Lucas son los únicos evangelios que nos cuentan el nacimiento de Jesús. Mateo 1,18-2,23 es el relato, desde el nacimiento de Jesús en Belén hasta la huida a Egipto y su regreso a Nazaret, donde creció. Estos versículos incluyen el relato de la vergonzosa situación en la que se encontraba María, embarazada pero no de su futuro esposo, José. Está situación no solo sería vergonzosa en un pueblo pequeño, sino que se pagaba con pena de muerte. Sin embargo, José es aconsejado en sueños por un ángel para que acepte a María como su esposa. Cuando Jesús nace son unos extranjeros (los reyes, sabios, o magos que vienen del Este) quienes lo ven por vez primera, y solo a ellos, no a su propio pueblo, Jesús es revelado como rey. Después de esto, la familia de Jesús se ve obligada a emigrar a Egipto, para escapar la muerte.
Por otro lado, Lucas nos cuenta el nacimiento de Jesús en el capítulo segundo de su evangelio. Son cuarenta versículos que relatan el nacimiento y la manifestación a los pastores y también a dos personas ancianas en el templo. Lucas detalla la difícil situación por la que tuvieron que pasar José y María buscando un lugar para pasar la noche en Belén. Paralelamente a los reyes, Lucas presenta los pastores, humildes en profesión, a quienes se les revela el Mesías, el rey.
Los dos relatos, distintos, están unidos en dos aspectos fascinantes: primero, la Sagrada Familia empezó con problemas serios; lejos de ser una familia perfecta, tuvieron un comienzo difícil tanto emocional como financieramente. Y segundo, la revelación de que Jesús era el Mesías se dio a personas inesperadas, a extranjeros y a los más humildes. Tanto Mateo como Lucas están de acuerdo en presentar el nacimiento de Jesús como una crítica al convencionalismo. Y es esto precisamente lo que transmite el pesebre, es un símbolo de lo poco convencional. Los pobres, los extranjeros, el padre adoptivo, el pesebre con los animales… todo es una crítica a las situaciones ideales que ha creado la sociedad, y es también un símbolo que representa las realidades y vivencias que mucha gente trata de evitar. Sin embargo, esta es la realidad del nacimiento de Jesús. Hemos creado modelos e ideales que son casi imposible de alcanzar, desde una casa lujosa y grande, la familia perfecta, incluso un cuerpo perfecto, etc., y creemos que esta es la única manera de alcanzar la felicidad. También nos hemos vuelto una sociedad intolerante con el inmigrante y que continúa ignorando al los más necesitados. Vivimos nuestras vidas intentando alcanzar convenciones que las redes sociales han promovido falsamente como la “norma” de vida. Y cuando no las alcanzamos, nos deprimimos y nos dejamos caer bajo el peso de la ansiedad y el fracaso.
Por eso, necesitamos ambos relatos sobre el nacimiento de Jesús, representados en la imagen del pesebre. En una sociedad llena de convencionalismos e ideales, estos dos relatos hablan de manera diferente de lo poco convencional que fue la realidad del nacimiento de Jesús. Ojalá que, cuando veamos el pesebre, nos sintamos llamados a dejar atrás cualquier molde o expectativa que la sociedad haya impuesto, y nos libremos de la idea de una vida “perfecta” que hayamos impuesto en nosotros mismos.